Gabriel Boric: las personas pasan y las instituciones quedan

Viajé a Chile en diciembre de 2021 exclusivamente para votar y hacer campaña por Gabriel Boric. Como tantos chilenos, sentí que era una urgencia frenar a la ultraderecha autoritaria de José Antonio Kast. Apoyé sin ambigüedades. Boric representaba, al menos en apariencia, una nueva generación política: crítica del modelo neoliberal, comprometida con los derechos sociales, heredera del movimiento estudiantil y del estallido social. Una promesa de refundación ética del poder.

Un año y medio después, en julio de 2023, fui invitado a asistir a una conferencia del Presidente de Chile en la Universidad de la Sorbona, mi casa de estudios, en París. El simbolismo era potente: el presidente más joven de la historia de Chile hablando en una institución donde me formé como cientista político y sociólogo de las instituciones. Fui a escucharlo. Lo saludé. Pero no quise sacarme una fotografía. Ya entonces percibía lo que hoy confirmo: había algo vacío en su liderazgo. Un déficit de legitimidad simbólica y de mérito para encarnar el cargo de Presidente de la República. ¿Le quedó grande el poncho? Sí. No por falta de carisma o cultura general, sino por falta de convicción, experiencia y calle.

El error fundacional del gobierno de Boric fue haber confundido militancia con mérito, y lealtad con capacidad. El gabinete inicial fue un reparto de cargos entre exdirigentes estudiantiles y rostros jóvenes sin experiencia en el Estado ni vínculo real con los territorios. Como diría Pierre Bourdieu, el habitus de quienes venían de las asambleas universitarias no se ajustó al campo del poder republicano. Se sentaron en los ministerios como si fueran salas de debate de facultad, sin comprender la complejidad del Estado ni el peso histórico de sus decisiones.

La gestión se transformó en una lotería de amistades, donde la política se manejó como una red informal de confianzas. No hubo profesionalismo, ni rigurosidad, ni selección meritocrática. Las instituciones fueron habitadas sin el respeto que merecen, sin planificación ni sentido de trascendencia. Y ese descuido institucional abrió las puertas a lo peor.

El escándalo de las fundaciones expuso un patrón de corrupción estructural: asignaciones directas, convenios millonarios, amiguismo y tráfico de influencias. Fundaciones sin trayectoria recibieron recursos públicos por millones. Excolaboradores y militantes se convirtieron en operadores de un nuevo clientelismo. El Frente Amplio, que prometió superar a la Concertación y la derecha, cayó en las mismas lógicas… pero más rápido.

Como advierten Jean-Louis Briquet y Brigitte Gaïti, cuando un movimiento social se institucionaliza sin preservar su capacidad crítica, termina reproduciendo el sistema que decía combatir. Eso ocurrió con Boric y su coalición: llegaron a La Moneda hablando de transformaciones, y hoy actúan como cualquier aparato político tradicional. Pero sin experiencia, ni eficiencia, ni conexión con la ciudadanía.

Uno de los puntos más dolorosos es el manejo de la promesa sobre pensiones. Boric prometió terminar con las AFP. Hoy, lo que se propone es una reforma cosmética, un maquillaje que mantiene la lógica del sistema de capitalización individual, con un cambio semántico y algunos ajustes técnicos. Lo vendieron como un triunfo, cuando en realidad es una derrota disfrazada. La gran reforma estructural no fue. Otra promesa rota. Otro símbolo del abandono de convicciones.

Max Weber hablaba del desencantamiento del mundo moderno. Boric es hoy símbolo de ese desencanto político. Llegó con la “ética de la convicción” y terminó refugiado en una tecnocrática “ética de la responsabilidad” mal entendida, que justifica todo: las concesiones, los retrocesos, el inmovilismo.

“Las personas pasan, las instituciones quedan”, dijo Boric. Pero si las instituciones no cambian, perpetúan la injusticia. No basta con pasar: hay que gobernar con sentido. Hay que dejar legado. Hay que habitar el poder con un proyecto histórico. Y eso no ocurrió. Boric administró el poder. Lo cuidó. Lo acomodó. Pero no lo transformó.

Delphine Dulong hablaba de “actores inesperados” que pueden alterar el campo político. Boric tuvo esa oportunidad. Pero eligió adaptarse, en lugar de tensionar. Eligió sobrevivir, en lugar de incomodar. Eligió gobernar con el mismo molde que prometió romper.

Como si esto no bastara, Gabriel Boric se irá de La Moneda con menos de 40 años, recibiendo una pensión vitalicia superior a 9 millones de pesos mensuales. ¿Qué país puede sostener un privilegio así con dignidad, cuando millones de jubilados sobreviven con pensiones miserables? El debate no es personal. Es estructural. Es ético. Debemos preguntarnos por qué el Estado de Chile sigue pagando pensiones vitalicias millonarias a todos sus expresidentes, sin evaluar ni la calidad ni la profundidad de sus mandatos. Boric no será recordado por cambiar el modelo previsional, pero sí pasará a la historia como otro presidente que, tras una gestión deficiente, queda asegurado de por vida mientras el pueblo sigue esperando reformas que nunca llegaron. Si la dignidad era costumbre, ¿no es dignidad también renunciar a privilegios inmerecidos?

Gabriel Boric llegó con una historia potente. Era el dirigente que venía desde Magallanes, el rebelde que enfrentó al poder, el rostro visible de una generación que había puesto en jaque al modelo. Su triunfo en segunda vuelta fue un momento histórico. Pero la historia no se construye con símbolos vacíos ni discursos bien articulados. Se construye gobernando con consecuencia.

Hoy, su legado es débil, ambiguo, precario. Algunas leyes buenas no borran el desencanto estructural que deja su mandato: la normalización de la corrupción, el amiguismo como forma de gobierno, la continuidad del modelo neoliberal y una desconexión brutal con los dolores reales del pueblo. Chile no necesitaba un presidente joven. Necesitaba un presidente valiente. Y no lo tuvo.

“Las personas pasan, las instituciones quedan”, dijo Boric. Pero hay algo que también pasa, y que cuesta recuperar: la esperanza. Esa energía cívica que lo llevó al poder hoy está desfondada. Boric no solo decepcionó a quienes votaron por él. Decepcionó a una generación entera que creyó que podía hacerse política sin reproducir las lógicas del privilegio, del acomodo, de la mediocridad.

No basta con pasar por el gobierno. Hay que habitar el poder con responsabilidad histórica. Hay que gobernar para transformar, no para sostener la forma. Boric pasará, sí. Pero lo hará sin haber cumplido la promesa de su propio relato. Y esa, quizás, sea la peor forma de quedar en la historia.