¿Por qué los hijos de los políticos no están en la educación pública?

Mi paso por la capital belga fue breve: un año y medio en Bruselas, suficiente para observar con atención su tejido social e institucional. Un día cualquiera, acompañé a uno de mis mejores amigos —chileno con doble nacionalidad italo-chilena— a dejar a sus hijos al colegio público del barrio, en Saint-Gilles, una comuna vecina al centro de la ciudad. Al llegar, me dijo con naturalidad: “Mira, ese caballero que viene en bicicleta con su hija es el primer ministro de Bélgica. Su hija es compañera de la mía.” Lo miré, con admiración y una pizca de resignación, y le respondí: “Estamos a años luz de que eso ocurra en Chile.”

Esa imagen me marcó. Una escena cotidiana para ellos, profundamente disruptiva para nosotros: el jefe de gobierno europeo llevando a su hija a una escuela pública del barrio, sin escoltas ni privilegios, sin el blindaje de los colegios de élite. Ahí estaba, de la mano con su hija, confiando plenamente en un sistema público que parece suficientemente bueno para todos. ¿Cuánto cambiaría Chile si quienes toman decisiones tuvieran que vivir las consecuencias reales de esas decisiones?

Al regresar al país, y teniendo la opción concreta de postular a una beca ofrecida por la embajada francesa para que mi hija ingresara al colegio francés de nuestra ciudad, opté por otro camino. Decidí matricularla en un colegio público. No como un gesto simbólico ni como un sacrificio, sino como una forma de habitar el país desde donde realmente se construye: desde abajo, desde lo común. Fue una decisión profundamente política, en el sentido más humano del término: participar con el cuerpo, el tiempo y la vida en el espacio que nos pertenece a todos.

La experiencia no ha sido fácil ni romántica. He visto docentes comprometidos luchar día a día contra la falta de recursos, salas sin calefacción y estructuras en mal estado. He conversado con familias que hacen enormes esfuerzos para sostener a sus hijos en un sistema que no siempre responde. Pero también he encontrado comunidad, solidaridad, diversidad y una riqueza cultural que rara vez se encuentra en espacios segregados. La educación pública chilena no carece de talento ni vocación; lo que le falta es voluntad política real para priorizarla.

En Finlandia, la educación pública no es un discurso, es una práctica estructural. El 97% de los niños finlandeses asiste a escuelas públicas, y los hijos de autoridades y parlamentarios también. Según Pasi Sahlberg, investigador y divulgador del modelo educativo nórdico, el verdadero secreto del éxito finlandés no son las pruebas ni las tecnologías, sino una sola palabra: equidad. Cuando todos confían en el mismo sistema, el sistema se fortalece. Cuando los hijos de obreros y funcionarios públicos aprenden juntos, la escuela se convierte en un verdadero espacio democratizador.

Pero no hay que ir tan lejos para reflexionar sobre esto. El sociólogo francés Pierre Bourdieu advirtió hace décadas que cuando las élites se desconectan del sistema común, se profundizan las desigualdades simbólicas y se refuerza el capital cultural de los privilegiados. La escuela deja de ser un espacio de emancipación y se transforma en un dispositivo de reproducción social. Bourdieu fue claro: el poder no se ejerce solo con leyes o dinero, sino también con la capacidad de definir qué educación es valiosa y cuál no. Y cuando las élites políticas no comparten la escuela con el pueblo, contribuyen a legitimar esa distorsión.

Otro pensador francés, François Dubet, ha insistido en la crítica a la fragmentación del sistema educativo. Según él, una de las causas centrales de la pérdida de legitimidad de lo público es que quienes gobiernan ya no confían en él para sus propios hijos. Esa incoherencia erosiona la confianza ciudadana y alimenta la percepción de que las instituciones están capturadas por intereses particulares. Para Dubet, un compromiso real con la educación pública no se expresa solo con discursos, sino con decisiones concretas.

La filósofa Cynthia Fleury también ha abordado esta incoherencia. En su libro La fin du courage, sostiene que la ética del ejemplo es condición esencial para la salud democrática. Cuando los líderes no encarnan las decisiones que imponen a otros, socavan el principio de justicia. Para Fleury, la desconexión entre élite política y ciudadanía es una de las causas centrales de la crisis institucional contemporánea. En ese marco, educar a los hijos en el sistema público no es solo una opción personal: es una declaración de principios.

¿Y en Chile? Tenemos autoridades que diseñan políticas públicas desde el privilegio, que nunca han pisado una sala de clases municipal, que hablan de calidad sin haber enfrentado una fila de matrícula ni haber escuchado a una profesora enseñar con frío y sin recursos. Abundan los diagnósticos técnicos y las reformas legislativas, pero falta experiencia vivida, falta cuerpo, falta carne.

Si los políticos tuvieran a sus hijos en la educación pública chilena, ¿aceptarían la espera interminable por una enfermera escolar? ¿Soportarían que sus hijos pasaran horas sin calefacción, sin internet, con clases suspendidas por falta de docentes o por paros inevitables? ¿Tolerarían que la inseguridad fuera una preocupación cotidiana al salir del colegio? Lo más probable es que no. Y ahí está el problema: cuando lo público no es vivido por quienes lo gobiernan, deja de importar.

La bicicleta del primer ministro belga no era solo una anécdota. Era un espejo. Un reflejo de una sociedad que ha entendido que no puede haber democracia sin coherencia. Un país que se atreve a cruzar el umbral entre lo privado y lo colectivo. Un recordatorio de que la credibilidad política no se construye con palabras, sino con actos. Chile no está condenado a ser un país de élites separadas. Pero para cambiar, se necesita voluntad, decisión y coraje.

La pregunta, entonces, sigue viva: ¿por qué los hijos de los políticos no están en la educación pública?