Las ideas progresistas que defiende el Frente Amplio me identifican: la necesidad de redistribuir el poder, avanzar en derechos sociales y reformar el Estado desde una óptica más democrática y participativa. Sin embargo, no puedo decir lo mismo respecto a la sociohistoria de sus dirigentes. Hay en ellos un vacío preocupante de experiencia vital, laboral y política. Se trata de actores formados en la universidad, de círculos estrechamente interconectados, que han pasado casi directamente desde las aulas al Congreso o a cargos de poder, sin mayor tránsito por el mundo del trabajo, la sociedad civil o los territorios que hoy buscan representar.
Desde la sociología política, mis referentes académicos —Savicki, Gaiti y Dulong— han desarrollado marcos analíticos útiles para comprender este fenómeno. Según Dulong, los actores políticos no solo son producto de sus ideas, sino también de sus trayectorias institucionales, redes y formas de socialización. En el caso del Frente Amplio, lo que vemos es una elite política emergente sin anclaje institucional tradicional, pero tampoco con la densidad social que caracteriza a los movimientos transformadores auténticos. Gaiti, por su parte, advierte sobre el riesgo de una “autonomía ficticia” cuando los actores no son capaces de crear nuevas instituciones ni de transformar las existentes, reproduciendo las lógicas que antes criticaban.
El Frente Amplio —especialmente en figuras como Gabriel Boric, Giorgio Jackson o Camila Vallejo— ha construido su liderazgo en gran medida a partir del capital simbólico de las movilizaciones estudiantiles, pero ha terminado por incorporar prácticas y lógicas propias de la vieja Concertación. De hecho, muchos de sus cuadros provienen sociológicamente de ese mundo: hijos de funcionarios públicos, académicos o políticos de la transición, aunque ideológicamente se presenten como su negación. Es una generación que hereda los códigos de poder de la Concertación, pero sin su experiencia ni su pragmatismo político, lo que ha derivado en una gestión marcada por la improvisación, el amiguismo y la falta de profundidad técnica.
El caso ProCultura es paradigmático en este sentido. La fundación, liderada por Alberto Larraín, muestra cómo se ha extendido una red de convenios y recursos públicos gestionados por personas que se conocen más por afinidad política o personal que por competencias profesionales. La cercanía entre Larraín y figuras del Frente Amplio —como Diego Ibáñez o miembros de Convergencia Social— no es casual. Forma parte de una estructura de poder informal basada en vínculos afectivos más que en capacidades, algo que Savicki advierte como un obstáculo estructural para la construcción de legitimidad democrática en los partidos modernos.
Un ejemplo local de esta desconexión con la realidad territorial es Daniela Dresdner, ex delegada presidencial del Biobío. Pese a estar en una posición privilegiada para impulsar control político y transparencia, nunca fiscalizó de manera efectiva las irregularidades en los convenios de Rodrigo Díaz. Su silencio es aún más preocupante si se considera su rol como representante del Ejecutivo en una región donde el «Caso Fundaciones» ha tenido impactos concretos. Esta omisión no puede ser vista como simple descoordinación: es reflejo de una forma de hacer política que privilegia la lealtad interna por sobre el deber institucional, donde el mérito se supedita al amiguismo.
Ahora bien, sería injusto no reconocer que dentro del Frente Amplio hay figuras valiosas. Gonzalo Winter es, sin duda, un tremendo actor político, con una enorme capacidad de análisis, solidez conceptual y una dialéctica que destaca incluso en un Congreso muchas veces superficial. Sin embargo, su propio sector —lejos de fortalecer su liderazgo— ha terminado por perjudicar sus posibilidades presidenciales, arrastrándolo en el desprestigio derivado de casos de corrupción y de un evidente nulo trabajo con bases sociales en las regiones. La falta de implantación territorial, la escasa conexión con organizaciones sociales y la mirada centralista han sido errores estructurales que, si no se corrigen, condenarán al FA a una irrelevancia creciente.
En conclusión, el Frente Amplio ha demostrado un enorme talento para captar el deseo de cambio de una parte importante de la ciudadanía, pero ha fracasado en construir un proyecto político con actores preparados, responsables y conectados con las realidades sociales más urgentes. Su discurso progresista queda vacío cuando sus prácticas reproducen —y a veces empeoran— los vicios de la vieja política. Si no se atreven a someterse a una verdadera autocrítica, no transformarán el país: simplemente cambiarán los rostros del poder sin alterar sus estructuras de fondo.