Destapar la olla costó caro: corrupción, abandono y derrota

Conozco a Alejandro Navarro desde hace años. Conozco su modo de vivir, su manera de ser. Muchos —especialmente quienes no lo conocen de verdad— creen que, tras 28 años en el Congreso, debió enriquecerse como tantos otros. Se equivocan. Navarro nunca vivió como senador. Vive como ciudadano de a pie, sin ostentaciones, sin negocios en las sombras, sin la ambición que suele intoxicar a quienes se sientan por décadas en el Parlamento. Lo he visto con mis propios ojos: en casas modestas, trabajando codo a codo con la gente, haciendo suyas las causas sociales de los que no tienen voz. Por eso, me duele profundamente lo que ocurrió en la última elección de gobernador regional del Biobío.

Su eslogan era claro: “Vamos a destapar la olla”. Y no era una consigna vacía. Apuntaba a lo que hoy ya nadie puede negar: las redes de fundaciones —como Democracia Viva, Urbanismo Social y ahora Procultura— que manejaron millones en convenios directos con el Estado, sin licitación ni fiscalización seria. Navarro, con la claridad que da la experiencia y con la libertad de quien no necesita favores, lo dijo antes que todos. Y por eso lo dejaron solo.

No fue derrotado solo por la derecha. Fue derrotado por el silencio del gobierno, por la indiferencia del oficialismo, por el abandono de quienes prefirieron no mancharse apoyando a alguien que había tocado un nervio sensible: la corrupción interna. El gobierno del presidente Gabriel Boric guardó distancia y dejó que los medios instalaran la caricatura de siempre: Navarro como el “soldado de Maduro”. Pero esta vez no se lo atacaba por sus ideas internacionales, sino por algo mucho más peligroso para sus excompañeros de ruta: por haber puesto en duda la probidad de un sector del Frente Amplio.

Como escribió el sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón, “la ética pública es una condición para que la democracia no se degrade en una mera técnica de administración del poder”. Navarro intentó preservar precisamente eso.

El sociólogo francés Jean-François Bayart ha estudiado cómo las redes de poder informal se infiltran en el Estado en lo que llama la política del vientre, una forma de clientelismo donde el acceso a recursos públicos pasa a ser el verdadero núcleo de la política. En este escenario, las fundaciones sirvieron como mecanismo para ampliar esa red paralela. Bayart explica que “la corrupción no es un accidente, es una modalidad de gobierno cuando fallan los controles” (Bayart, 1999).

Y Susan Rose-Ackerman, académica de Yale y referente mundial en estudios sobre corrupción, sostiene que cuando los gobiernos pierden la capacidad de autocontrol, las promesas éticas son sustituidas por “lealtades personales y pactos de silencio que erosionan el principio republicano” (Rose-Ackerman, 1999). Eso fue lo que ocurrió. En lugar de abrir espacio al debate, se castigó al que lo inició.

Lo más grave no es que estas prácticas existieran —la tentación del clientelismo ronda en todos los gobiernos—, sino que se haya aislado a quien se atrevió a denunciar. Mientras la Fiscalía investiga a la Fundación Procultura por posible financiamiento irregular de campaña, y mientras se destapan nuevas irregularidades en regiones como el Biobío, muchos que hoy se muestran sorprendidos ya sabían lo que pasaba. Pero callaron. O peor: apuntaron contra Navarro para protegerse a sí mismos.

El caso del exgobernador Rodrigo Díaz no puede omitirse. Bajo su administración se entregaron más de $1.200 millones en convenios directos a fundaciones como En Ti, con vínculos poco claros y ejecución cuestionada. Aunque no ha sido imputado penalmente, su figura aparece hoy como parte de una arquitectura institucional que, al menos, permitió la opacidad. Mientras tanto, quienes se atrevieron a hablar, como Navarro, fueron silenciados y marginados.

Navarro nunca fue parte de ese sistema. Su lucha fue siempre desde otro lugar: el del compromiso social, el trabajo de base, la política con contenido humano. Por eso, más allá de los resultados electorales, merece respeto. No por lo que representa, sino por lo que es: un hombre que eligió no enriquecerse, un político que optó por servir, un líder que no temió enfrentar a los suyos cuando sintió que se desviaban del camino.

Su derrota, con un 27% frente al 72% de Sergio Giacaman, fue también una señal de advertencia para el oficialismo: no basta con hablar de ética si se castiga a quienes la practican. “Vamos a destapar la olla” no era una amenaza. Era una promesa. Una necesidad. Y una verdad incómoda.

El tiempo, como casi siempre, terminó dándole la razón.