
En Chile, cada cierto tiempo se reactiva la promesa de descentralización, como si con una declaración política bastara para revertir más de dos siglos de concentración de poder, inversión y decisión en una sola ciudad. Santiago se comporta como el ombligo del país, y peor aún, el Estado ha operado durante décadas como si el resto del territorio solo existiera para abastecer su crecimiento. Este modelo centralista, cada vez más insostenible, no solo margina, sino que también empobrece a regiones que tienen el talento, los recursos y la historia para liderar su propio destino. Una de las regiones más perjudicadas por este modelo es el Biobío, donde el centralismo ya no es solo una queja: es una forma concreta de violencia estructural.
Mientras en Santiago se celebran anuncios de nuevas líneas del Metro —como la que conectará con el aeropuerto Arturo Merino Benítez— y la llegada de miles de buses eléctricos, en el Gran Concepción seguimos atrapados en un sistema de transporte que parece detenido en los años noventa. El Biotrén, en lugar de ser una solución integrada, funciona a medias. La frecuencia es baja, los pasos a nivel son peligrosos y lentos, y las extensiones prometidas siguen sin concretarse. Paralelamente, el sistema de buses opera en el caos: sin regulación efectiva, sin integración tarifaria, sin pago unificado y con recorridos que a menudo se superponen o quedan completamente desatendidos. Para los usuarios, el transporte es una pesadilla diaria. Para los conductores, es un empleo precarizado. Para la ciudad, una barrera al desarrollo económico y social.
Lo más indignante es que en el Gran Concepción no tenemos hoy a ningún político que alce la voz contra este modelo. Ninguno lleva con convicción las banderas del anticentralismo. Ninguno defiende con fuerza a la región frente al poder santiaguino. Peor aún, tenemos un senador como Sebastián Keitel, que prácticamente cumple su mandato desde Santiago, alejado del territorio, sin presencia activa ni liderazgo regional. La mayoría de nuestras autoridades se arrodillan ante sus partidos, sus líderes nacionales y sus agendas capitalinas. No hay una voz potente, transversal, que articule un discurso regionalista con valentía y convicción. La representación política del Biobío ha dejado un vacío que hoy se traduce en estancamiento, desilusión y rabia.
Este abandono no es nuevo. Como bien lo ha descrito el historiador Armando Cartes en Concepción contra Chile, esta región no siempre fue sumisa. Durante la lucha por la independencia y en los primeros años de la República, Concepción tuvo un rol protagónico. Fue bastión de resistencia contra la monarquía y punto neurálgico de ideas republicanas. En ese entonces, la ciudad no solo disputaba el poder político a Santiago, sino que se proyectaba al mundo con ambición. Concepción miraba directamente hacia Buenos Aires y Europa, se saltaba a Santiago y establecía vínculos que le daban autonomía, prestigio y respeto. Tenía líderes políticos y sociales capaces de poner el nombre del Biobío en el centro del debate nacional. Hoy, esa tradición parece olvidada, arrasada por décadas de centralismo institucionalizado y una clase política local que ha preferido acomodarse antes que resistir.
El Estado subsidiario y centralista ha perpetuado esta subordinación. Las decisiones sobre infraestructura, salud, educación o planificación urbana se toman en Santiago, por personas que rara vez conocen la realidad de otras regiones. ¿Cómo puede una comunidad prosperar si su futuro depende de tecnócratas capitalinos que no pisan su territorio ni entienden sus urgencias? La creación de gobernadores regionales fue presentada como un gran paso hacia la descentralización, pero hasta ahora es más simbólica que real. Sin atribuciones financieras robustas, sin capacidad de decisión sobre grandes proyectos, sin participación en la distribución del presupuesto nacional, los gobiernos regionales siguen siendo figuras decorativas.
Armando Cartes ha insistido en que este centralismo no es casual, sino estructural. Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia, ha denunciado cómo la élite santiaguina ha construido una narrativa de país que excluye a las regiones. Esteban Valenzuela, actual ministro y autor de obras clave sobre descentralización, ha afirmado que sin poder fiscal real, cualquier reforma será solo maquillaje. En su libro La descentralización atrapada, muestra cómo los intereses de la capital bloquean sistemáticamente el desarrollo regional.
El economista Paul Krugman, Premio Nobel y estudioso de la geografía económica, ha señalado que las economías excesivamente centralizadas tienden a crear grandes desequilibrios territoriales. Las regiones quedan atrapadas en un ciclo de rezago donde pierden talento, oportunidades y competitividad. Chile es un ejemplo evidente: un país cuyo desarrollo está atrapado por una capital hipertrofiada y regiones sometidas.
Ya no se puede seguir justificando esta realidad con frases como “es más eficiente centralizar” o “las regiones no están preparadas para decidir”. Eso no solo es falso, es ofensivo. En el Biobío hay universidades de excelencia, industrias estratégicas, una cultura rica y una ciudadanía activa. Lo que falta no es capacidad, sino voluntad política. El Biobío merece respeto, inversión y, sobre todo, autonomía. Y eso solo será posible si, como antaño, volvemos a levantar la voz con fuerza. Porque Concepción también es Chile.