Entre la Bruma y el poder: cuando el mar deja de ser justo

El 30 de marzo de 2025, frente a las costas de Coronel, la lancha pesquera artesanal Bruma desapareció con sus siete tripulantes a bordo. Hasta el día de hoy, ninguno ha sido encontrado. No hay cuerpos, no hay rastros. Solo hay un silencio angustiante que envuelve al mar y a sus familias.

Lo que al principio se pensó como un accidente marítimo hoy es materia de investigación penal. La Fiscalía indaga un posible cuasidelito de homicidio, tras detectar indicios de una colisión entre la Bruma y el buque industrial Cobra, perteneciente a la empresa Blumar. Se ordenó la retención del Cobra por 20 días para realizar peritajes, y se encontraron marcas que podrían corresponder al impacto con la lancha. Como si eso no bastara, uno de los tripulantes del Cobra también está desaparecido, y su familia ha denunciado presiones y contradicciones. El misterio crece, y con él, la sospecha.

Pero esta tragedia no puede analizarse solo desde la arista judicial. Su contexto es político, estructural y profundamente simbólico. Mientras la Bruma desaparecía en el mar, en el Congreso se debatía —una vez más— la redistribución de las cuotas de pesca. Una discusión marcada por el lobby empresarial, la falta de transparencia y la histórica postergación de la pesca artesanal. Es imposible no ver en esta coincidencia una imagen brutal: el poder decidiendo sobre el mar desde Valparaíso, y en las costas del Biobío, la vida perdiéndose sin respuestas.

La historia del mar chileno es una historia de desigualdad. Mientras los pescadores artesanales enfrentan cada día las condiciones del clima, la inseguridad y la sobreexplotación, las grandes flotas industriales operan con respaldo político y económico. La llamada «Ley Longueira» formalizó esta diferencia, otorgando a un puñado de grupos económicos el control de gran parte de los recursos marinos. Desde entonces, el mar ya no ha sido un bien común, sino un territorio capturado.

En ese contexto, el caso Bruma no es un accidente aislado: es una consecuencia. Una expresión concreta de cómo dos formas de vida —una comunitaria, la otra empresarial— colisionan en el mismo espacio, pero con reglas profundamente desiguales. Una lancha artesanal y un buque industrial no deberían estar compitiendo por el mismo mar, ni mucho menos cruzando rutas sin protocolos claros. Pero eso ocurre, y las consecuencias, esta vez, han sido fatales.

Lo que más indigna no es solo la tragedia, sino el silencio. La falta de explicaciones claras. Las versiones contradictorias. El hermetismo de la tripulación del Cobra, donde ya se habla de un posible pacto de silencio. La tardía respuesta institucional. Y el miedo creciente de que esta historia quede impune, como tantas otras.

El Estado tiene hoy una responsabilidad que va más allá de lo judicial. Debe garantizar una investigación transparente, sin presiones ni dilaciones. Pero también debe asumir el desafío de transformar las condiciones que hacen posibles estas tragedias. Eso implica redistribuir las cuotas de pesca con criterios de justicia social, proteger la pesca artesanal con reglas claras y equitativas, y poner fin a la captura corporativa del mar.

En Coronel, Lota, Talcahuano y tantas otras caletas del Biobío, el mar no es un paisaje: es la vida misma. Y cuando una lancha desaparece sin dejar rastro, no solo desaparecen personas. Se pierde confianza. Se refuerza la sensación de abandono. Se ahonda en la herida de una historia marcada por el despojo.

No se trata solo de saber qué ocurrió esa madrugada en el mar. Se trata de preguntarnos qué país queremos construir a partir de esa Bruma. Uno donde la vida de los pescadores valga lo mismo que la de cualquier otro chileno. Uno donde el mar vuelva a ser justo. Uno donde el poder, por fin, deje de esconderse entre la niebla.

 

Por Juan Pablo Pezo Dalmazzo

 

Juan Pablo Pezo Dalmazzo
Juan Pablo Pezo Dalmazzo

Sociólogo y Cientista Político, Licenciado en la universidad de Lyon 2, Maestría y Master en la Universidad de Panthéon, Sorbonne, Paris, Francia.