
A principios de 2015, Chile vivía el segundo gobierno de Michelle Bachelet, un país en transformación pero aún atrapado en profundas desigualdades. Meses antes de partir nuevamente a Francia, tenía concertada una reunión con la presidenta en La Moneda. No era un encuentro protocolar; llevaba conmigo una causa que evidenciaba cómo el mérito, tantas veces defendido, se desmoronaba ante el peso de los privilegios.
Gracias a una campaña que impulsé en Change.org, reuní más de 15 mil firmas denunciando la adjudicación de becas a hijos de políticos de derecha. Jóvenes con apellidos influyentes, con redes de poder heredadas, accediendo a beneficios que debían destinarse a quienes más lo necesitaban. Fui testigo de cómo algunos, que habían trabajado en el gobierno saliente de Sebastián Piñera (2010-2014), lograron adjudicarse becas con ventaja sobre otros postulantes. Su experiencia profesional, construida por influencia más que mérito, les permitió obtener puntuaciones apenas superiores, asegurándose acceso privilegiado a oportunidades que debían regirse por la equidad.
Ese día, urgencias de último minuto impidieron que Bachelet me recibiera y en su lugar me atendió Ximena Rincón. La decepción fue grande, pero mi admiración por su liderazgo no cambió. Durante los años siguientes, mientras ella se trasladaba a Ginebra para asumir su cargo en la ONU, yo estaba en París. En la capital francesa, su figura era reconocida internacionalmente por su prestigio, su legado como dos veces presidenta y por sus raíces familiares en Francia.
Ese reconocimiento trasciende lo político. Bachelet simboliza un liderazgo con vocación de servicio y visión de Estado, lo que marca el choque generacional y valórico con Evelyn Matthei.
Ambas crecieron en mundos distintos, pero entrelazados por la historia de Chile. Sus padres fueron generales de la Fuerza Aérea y compartieron amistad hasta que el golpe de 1973 los puso en veredas opuestas. Mientras el general Bachelet fue detenido y torturado hasta la muerte por lealtad a Allende, el general Matthei terminó en la Junta Militar de Pinochet. Esa fractura histórica sigue dividiendo al país y marcando la política.
Bachelet representa la memoria, la justicia y la equidad. Su liderazgo es el de la reparación histórica y la convicción de que el Estado debe reducir desigualdades. Prioriza a las personas sobre las cifras económicas y el bienestar colectivo sobre el éxito individual.
Matthei, en cambio, encarna a quienes minimizan la memoria histórica y ponen el pragmatismo económico por sobre la justicia social. Su discurso, basado en la estabilidad macroeconómica, la seguridad y la eficiencia, defiende el modelo instaurado por la dictadura, relativizando las violaciones a los derechos humanos. Su liderazgo confía en la meritocracia individualista y en un Estado reducido al mínimo.
Este no es solo un enfrentamiento electoral, sino el choque de dos visiones de Chile que han convivido en tensión por décadas y que definirán el futuro del país. La posibilidad de que ambas se enfrenten en 2025 no es solo un evento político: es la última gran batalla de una generación.
Max Weber explica que el liderazgo se construye desde la autoridad formal, el carisma y la legitimidad social. Bachelet ha logrado esto como pocas figuras en la historia de Chile. Pierre Bourdieu analizó cómo ciertos liderazgos adquieren una dimensión simbólica que los convierte en referentes culturales más allá de sus actos concretos. Ernesto Laclau planteó que los liderazgos efectivos logran articular las demandas de la sociedad en un relato colectivo.
Bachelet encarna una narrativa de justicia y derechos humanos que sigue movilizando al electorado. Matthei representa la continuidad del modelo económico de la dictadura y la política como herramienta de administración del poder. Es, en esencia, una batalla entre la memoria y el olvido, entre la justicia y el pragmatismo.
Pero este choque no es solo entre ellas. Es una batalla cultural que atraviesa a todo el país. La disputa entre quienes creen que la justicia histórica es una obligación moral y quienes la ven como un lastre innecesario. Entre quienes entienden la democracia como un espacio de derechos y quienes la conciben solo como estructura formal. Entre quienes creen que el futuro se construye sin olvidar el pasado y quienes prefieren avanzar sin cuestionamientos.
El regreso de Bachelet no es ambición personal, sino un imperativo histórico. Su liderazgo representa la posibilidad de que Chile no renuncie a su compromiso con la democracia, la memoria, la justicia y la equidad. Frente al avance de una derecha que busca restaurar un país basado en la rentabilidad y la seguridad, su liderazgo es la última gran carta de quienes aún creen en un Chile más justo, humano y consciente de su historia.
Este 2025 puede marcar el fin de una era. La pregunta es qué relato quedará en pie: ¿el de quienes ponen la economía por sobre las personas o el de quienes creen que el progreso debe ir acompañado de justicia? La historia no se detiene, y en este momento crucial, Chile necesita un liderazgo que comprenda que la democracia no es solo crecimiento, sino también memoria, verdad y reparación.
El crecimiento y el desarrollo deben ir de la mano con mejores e iguales oportunidades para todos. Los tiempos que vienen exigen naciones capaces de reducir las injusticias y desigualdades, promoviendo el respeto por el medio ambiente, por una democracia más participativa y la sustentabilidad. El crecimiento por sí solo no es un relato válido si no se construye sobre una base de equidad y bienestar compartido. Debemos avanzar hacia una economía más humana, más ecológica y sustentable, donde el progreso no se mida solo en cifras, sino en la calidad de vida de las personas y en el equilibrio con nuestro entorno.
Michelle Bachelet, Chile te necesita. Porque esta no es solo una elección más. Es el cierre de una batalla cultural, política y generacional que definirá el futuro del país.