¿El Estado chileno es grande y con parásitos?

Tras quince años y medio de residencia en Francia y un año y medio en Bélgica, regresé a Chile en 2022 con una perspectiva inevitablemente comparativa. Allá, el Estado es omnipresente, profundamente burocrático y sin duda benefactor. Su papel no solo se asume como necesario, sino que se exige que funcione bien. En contraste, al volver, me encontré con un país donde el Estado es constantemente criticado por ser “muy grande” o “capturado”, e incluso por estar plagado de “parásitos”. Estas ideas no son nuevas, pero sí se han instalado con más fuerza en los discursos públicos y mediáticos recientes.

¿Es realmente tan grande el Estado chileno? No, al menos no en comparación internacional. Su gasto público ronda el 26% del PIB, su carga tributaria apenas supera el 21%, y el empleo público representa menos del 13% del total de trabajadores. Estos indicadores lo ubican muy por debajo del promedio OCDE, y especialmente lejos de países como Francia o Alemania, donde el Estado benefactor sostiene derechos sociales robustos. En ese sentido, Chile tiene un Estado pequeño y débilmente redistributivo. Lo que sí tiene es una mala distribución de sus recursos y una estructura institucional con problemas crónicos de eficiencia.

He observado cómo muchos servicios públicos —especialmente en regiones como el Biobío— están precarizados, mientras que los sueldos políticos en Chile se mantienen entre los más altos del mundo en proporción al ingreso medio nacional. Esa asimetría genera malestar social y erosiona la legitimidad del sistema político. A eso se suma una práctica extendida: los comandos de campaña como bolsas de empleo. Personas que colaboran en campañas esperando un cargo si el candidato gana. Municipios, ministerios y servicios públicos son repartidos entre partidos y operadores. Lo vi en terreno: en Concepción, por ejemplo, primero con Álvaro Ortiz, donde predominaban funcionarios cercanos a la Democracia Cristiana, y luego con Héctor Muñoz, con gran presencia del Partido Social Cristiano.

Esa lógica clientelar no es una anécdota, es un síntoma estructural. No basta con indignarse por los operadores políticos o los altos sueldos de senadores y diputados, hay que entender cómo llegamos a esto y qué función cumple ese sistema en la reproducción del poder.

Desde la sociología política, Max Weber fue claro: el Estado moderno necesita una burocracia racional-legal, profesionales que apliquen normas generales y que no dependan del favor político. Para Weber, los funcionarios públicos no son parásitos, sino pilares del poder legítimo. El problema en Chile no es tener funcionarios, sino la captura de muchos cargos por confianza política, sin meritocracia ni carrera administrativa.

Norbert Elias, por su parte, nos ayuda a desmontar la idea de que el Estado pueda ser “parasitado” desde fuera. El Estado es una red de interdependencias construida históricamente. No hay un afuera limpio desde donde se lo pueda invadir. Todos estamos implicados, directa o indirectamente: como usuarios, trabajadores, contribuyentes, beneficiarios o críticos. Llamar “parásitos” a quienes tienen relación con lo público es una visión moralizante, clasista y funcional al desprestigio de lo común.

Pierre Rosanvallon, en su obra La contrademocracia, analiza cómo la desconfianza se ha vuelto una fuerza estructural en las democracias modernas. Vigilamos, denunciamos y sospechamos de las instituciones públicas, y eso no está mal en sí mismo. El problema es cuando la vigilancia se transforma en cinismo, y el cinismo en deslegitimación total. Entonces no se exige mejorar el Estado, sino eliminarlo, desmantelarlo o privatizarlo.

¿Tiene el Estado chileno prácticas cuestionables? Por supuesto. ¿Existe clientelismo político? Sí, y debe ser combatido. ¿Hay casos de corrupción y uso partidario de recursos públicos? También. Pero decir que el Estado está lleno de “parásitos” es reducir una problemática estructural a un insulto fácil, que desinforma y bloquea cualquier intento serio de reforma.

Chile necesita un Estado más eficiente, profesional y transparente. Debe limitar los cargos de confianza política, reducir los sueldos parlamentarios, y reforzar la Alta Dirección Pública. Se necesita fortalecer el rol del Estado en educación, salud, ciencia, vivienda y equidad territorial, especialmente en regiones rezagadas. No para convertir al Estado en empresa, sino para devolverle legitimidad, foco y capacidad de acción.

Un Estado débil y desprestigiado no protege a nadie, solo deja espacio para que los poderosos gobiernen sin contrapesos. El verdadero debate no es si el Estado es grande o parasitado, sino cómo hacer que funcione para todos, y no solo para algunos.

Juan Pablo Pezo Dalmazzo
Juan Pablo Pezo Dalmazzo

Sociólogo y Cientista Político, Licenciado en la universidad de Lyon 2, Maestría y Master en la Universidad de Panthéon, Sorbonne, Paris, Francia.