
Cada vez que en Chile emerge una propuesta para avanzar hacia un Estado de bienestar más robusto, el conservadurismo más extremo no responde con ideas, sino con alarmas. Recurre a la misma receta de siempre: agitar el miedo. Miedo al comunismo, a la expropiación, al desorden. Miedo a perder privilegios disfrazado de amor por la patria. No es un fenómeno nuevo, pero sí cada vez más burdo. Hoy, figuras como José Kast y Johannes Kaiser, a quienes podríamos llamar sin exagerar los talibanes del fascismo chileno, han perfeccionado esta estrategia. Sin propuestas reales, sin comprensión de los desafíos contemporáneos, su única herramienta es sembrar terror en una ciudadanía cansada de abusos.
Kast no propone un modelo de desarrollo, sino un retorno al pasado. Su retórica se basa en el desprecio por la diferencia, el autoritarismo camuflado de orden y el uso constante de enemigos inventados: los comunistas, los inmigrantes, el feminismo, la diversidad. Kaiser, su alma gemela ideológica, se ha dedicado a vociferar desde la ignorancia, amparado en un supuesto discurso de libertad que solo esconde un profundo desprecio por la democracia pluralista. Ambos representan una corriente reaccionaria que no propone nada, solo se alimenta de lo que rechaza.
El filósofo italiano Antonio Gramsci explicó con lucidez cómo las élites conservadoras mantienen su poder no solo por medios económicos, sino a través de la hegemonía cultural: imponiendo una visión del mundo donde lo existente parece natural e inevitable, y cualquier cambio se presenta como amenaza. Así opera el discurso del miedo: no busca debatir propuestas, sino clausurar la conversación antes de que empiece. Convertir el diálogo democrático en un campo minado emocional.
El miedo, como advierte el francés Dominique Moïsi en La geopolítica de las emociones, no solo desmoviliza: prepara el terreno para el autoritarismo. Cuando las personas actúan desde el miedo, entregan su libertad a quienes prometen orden, aunque sea a costa de los derechos. Así avanza el fascismo: no con argumentos, sino con terrores.
Hoy, este guion vuelve a activarse con fuerza ante la candidatura de Jeannette Jara, una figura que ha demostrado compromiso democrático, capacidad técnica y sensibilidad social. Más que militante comunista, Jara representa a una alianza de la centro izquierda, que entiende que el Chile del siglo XXI no necesita revoluciones autoritarias, sino reformas profundas para democratizar la economía y ampliar derechos. Aun así, Kast y Kaiser la comparan —con total deshonestidad— con regímenes como Cuba, Rusia o Venezuela. Nada más lejano a la verdad.
El Partido Comunista de Chile, a diferencia de otros en la región, ha respetado la institucionalidad democrática a lo largo de toda su historia reciente. Ha gobernado en coaliciones, ha participado del Congreso, y ha contribuido al debate público con ideas, no con armas. Pero los «talibanes del fascismo» insisten en encasillar cualquier política progresista como si fuera un plan para instalar una dictadura. En su relato, aumentar el salario mínimo es comunismo, fortalecer la salud pública es comunismo, garantizar pensiones dignas es comunismo. Todo lo que incomoda a los privilegiados se convierte en amenaza.
Lo cierto es que Jeannette Jara se inspira en modelos como Finlandia, Suecia o Noruega: países que han logrado combinar democracia, libertad y bienestar social. No busca destruir la economía chilena, sino modernizarla desde la innovación, el conocimiento y la inclusión. Chile tiene una matriz institucional sólida y un marco económico estable. Lo que falta no es estabilidad, sino voluntad política para avanzar hacia un desarrollo más justo.
Como advertía Norberto Bobbio, la verdadera diferencia entre izquierda y derecha no está en cuán radicales son sus discursos, sino en su relación con la justicia social. Mientras la derecha se aferra al orden como valor absoluto, incluso a costa de la equidad, la izquierda democrática cree que la igualdad es el fundamento de una libertad real.
Por otra parte, la instrumentalización del miedo a la inseguridad por parte de José Kast revela una estrategia política deliberada que busca transformar el temor ciudadano en una herramienta electoral. Kast ha instalado la delincuencia, la inmigración irregular y el narcotráfico como ejes de su discurso, proponiendo respuestas autoritarias que apelan más al miedo que a la evidencia. Sin embargo, los datos duros muestran que la situación en Chile, si bien requiere atención, dista del colapso que ciertos sectores promueven. En 2024, la tasa de homicidios consumados fue de 6,0 por cada 100.000 habitantes, con una disminución del 4,8 % respecto a 2023; además, en el primer semestre de 2025, esta cifra cayó aún más a 2,5 homicidios por cada 100.000, marcando una baja interanual del 13,8 %. En el contexto latinoamericano, Chile sigue siendo uno de los países con menores niveles de violencia letal. No obstante, esa realidad es frecuentemente opacada por narrativas alarmistas amplificadas por medios y actores políticos, que construyen un imaginario de caos. Esta distorsión no solo afecta el diagnóstico, sino que conduce a soluciones simplistas, punitivas y, en última instancia, contraproducentes para una política pública democrática y efectiva.
Por eso, frente al miedo, hay que responder con claridad. No se trata de instaurar un régimen comunista. Se trata de construir un país decente, moderno y justo, donde los derechos no sean privilegios. Que los conservadores tengan miedo de perder poder no es un argumento: es un síntoma de que el país está despertando.
