
Jeannette Jara no es Gabriel Boric. La derecha insiste en igualarlos, y sectores progresistas incluso temen que ella repita su estilo. Pero no. No es lo mismo. No es la misma historia, ni la misma trayectoria, ni la misma forma de entender el poder.
La diferencia entre ambos no es solo generacional ni partidaria. Es más profunda: Jara encarna el mérito real, no el mérito simbólico. Representa a esa parte de Chile que sube sin redes, que no hereda capital social, que no nace con contactos. Y que, sin embargo, llega.
Max Weber distinguió tres fuentes de legitimidad: tradicional, carismática y racional-legal. Boric emergió desde el carisma juvenil de una generación movilizada. Fue símbolo de un momento. Pero gobernar no es lo mismo que representar una época. Gobernar exige legitimidad racional: conocimiento del aparato estatal, capacidad de gestionar lo concreto. Eso, justamente, es lo que Jara ha construido en silencio, sin relato épico, pero con resultados.
Desde su origen sindical, como trabajadora pública y luego ministra, Jara ha ejercido poder desde la responsabilidad, no desde el espectáculo. No necesitó slogans: necesitó convicción. Y eso la hace distinta.
Pierre Bourdieu explicaba que las élites culturales reproducen su poder mediante el capital simbólico: el dominio del lenguaje, de los códigos, de las universidades tradicionales. Boric, aun con distancia del poder económico, pertenece a ese mundo. Su figura está moldeada por la legitimidad de la élite progresista: la que habla correctamente, la que debate en foros, la que interpreta al pueblo desde la universidad.
Jara, en cambio, es pueblo. Pero no como consigna, sino como biografía. No representa a los excluidos desde la academia, sino desde la experiencia. Su autoridad no se basa en cómo habla, sino en lo que ha hecho.
John Rawls, en su teoría de la justicia, sostenía que las desigualdades solo se justifican si benefician a los menos aventajados y si existen oportunidades reales de movilidad. Jara no solo cree en eso: lo ha vivido. Su trayectoria —sin apellidos ilustres, sin padrinazgos— es la excepción que prueba que el mérito verdadero aún puede emerger, a pesar de un sistema que premia el origen más que el esfuerzo.
Decir que Jara y Boric son lo mismo es no entender nada. Es ignorar las condiciones materiales que moldean las trayectorias políticas. Es confundir estilo con clase, discurso con biografía.
Jara no representa la nostalgia ni la arrogancia de una izquierda que habla de la gente, pero sin vivir como ella. Representa una política posible: la de la dignidad construida paso a paso, desde abajo, con resultados y sin pose.
Y por eso, cuando enfrente a José Antonio Kast, su mayor fortaleza no será un relato nuevo ni una épica refundacional. Será su historia de vida, su legitimidad silenciosa, su autoridad ganada en cada espacio que ocupó con mérito y responsabilidad.
Jeannette Jara no es Boric. Y en eso, justamente, está su oportunidad.
