
La política digital chilena acaba de cruzar un umbral peligroso. Las revelaciones sobre una red de cuentas falsas utilizadas para atacar y desinformar en favor del proyecto presidencial de José Antonio Kast no solo levantan una alerta ética: configuran un peligro estructural para la democracia, la gobernabilidad y la paz social del país. Con la mentira como herramienta, el desprestigio como estrategia y el odio como combustible, el entorno de Kast ha demostrado que está dispuesto a todo para llegar al poder. Y eso debe preocuparnos a todos.
El reportaje de Chilevisión reveló que las cuentas anónimas “Neuroc” y “Patito Verde” —esta última vinculada al ahora exdirectivo de Canal 13, Patricio Góngora— fueron utilizadas para atacar a las candidatas Evelyn Matthei y Jeannette Jara con campañas organizadas de desinformación. No se trató de opiniones aisladas ni de activismo espontáneo, sino de una operación planificada para manipular la conversación pública, generar desconfianza y erosionar la credibilidad de figuras políticas que compiten con Kast por llegar a La Moneda.
Kast respondió con negaciones y teorías de conspiración, acusando a “la izquierda” y a los medios de fabricar un montaje. Pero no ofreció ninguna explicación de fondo, ni condenó con claridad lo ocurrido. Esa omisión no es solo cobardía política: es una forma de validar prácticas antidemocráticas. Cuando un candidato calla ante la mentira organizada en su favor, se hace cómplice de ella.
Lo ocurrido no es una excepción chilena. Casos similares han sido ampliamente estudiados por pensadores franceses contemporáneos que analizan cómo la manipulación digital afecta directamente a la calidad democrática.
El sociólogo Dominique Cardon, experto en tecnologías digitales y democracia, ha explicado cómo los algoritmos de las redes sociales distorsionan el debate público, privilegiando la visibilidad de contenidos emocionales, agresivos o polarizantes. Según Cardon, esta lógica algorítmica no promueve el diálogo, sino la confrontación, debilitando los cimientos de la deliberación democrática.
Éric Sadin, filósofo francés, ha alertado sobre la deriva autoritaria de los liderazgos que se apoyan en el uso instrumental de las tecnologías digitales. En sus obras denuncia cómo los nuevos medios se convierten en dispositivos de vigilancia emocional y manipulación masiva, donde los datos reemplazan a la política y la verdad cede ante la eficiencia del impacto.
Pierre Rosanvallon, historiador e intelectual francés, ha señalado que la desconfianza política no surge solo del mal desempeño de las instituciones, sino de su colonización por discursos extremos y manipuladores. En ese terreno, advierte, florecen los liderazgos populistas que prometen orden y verdad, pero cultivan el resentimiento y la desinformación como herramientas de poder.
Lo que hace Kast con sus “bots republicanos” y cuentas anónimas no es solo sucio: es incompatible con cualquier forma legítima de poder democrático. Gobernar requiere confianza pública, respeto por el otro, y apego a las reglas del juego. Ninguno de esos valores está presente cuando se opta por la desinformación, el desprestigio y el odio como herramientas de campaña.
La buena gobernanza no puede florecer sobre la mentira. Un país no se construye con polarización intencional ni con ciudadanos enfrentados por verdades fabricadas en cuentas falsas. La paz social —ya frágil en Chile— se vuelve aún más vulnerable cuando líderes políticos apuestan por dividir para reinar.
Hoy, lo que se disputa no es solo una elección presidencial. Lo que está en juego es el estándar mínimo de ética democrática con el que aceptamos que se compita por el poder. Si se normaliza que un candidato recurra a bots, fake news y campañas de odio para ganar terreno, entonces perdemos todos: se deslegitima el voto, se corrompe el debate y se alimenta una política sin escrúpulos ni principios.
Kast podrá seguir negándolo. Pero con cada mentira viralizada por sus operadores, con cada rumor lanzado desde cuentas anónimas, con cada silencio cómplice frente al odio que lo favorece, confirma lo que muchos ya vemos con claridad: no busca gobernar, busca imponer. Y para eso, todo le sirve.
La democracia chilena no puede permitirse mirar hacia otro lado. Lo que está ocurriendo no es “normal” ni “parte del juego político”. Es una advertencia urgente. Kast —con sus prácticas, su entorno y su permisividad frente al engaño— representa una amenaza real para la democracia, la gobernabilidad y la convivencia en Chile. Y si no lo decimos con claridad hoy, mañana será demasiado tarde.