
Cada semana, como un ritual político-mediático, los resultados de la encuesta Cadem marcan la pauta del debate nacional. A medida que se acercan las elecciones presidenciales de 2025, su influencia crece: titulares que resumen la “voluntad del pueblo”, gráficos de barras que simplifican tendencias, y una avalancha de interpretaciones que moldean discursos, candidaturas y estrategias. Pero detrás de esa aparente objetividad estadística, hay una pregunta fundamental que debemos hacernos: ¿de verdad estamos escuchando a la ciudadanía o estamos frente a una construcción ilusoria?
En 1973, el sociólogo francés Pierre Bourdieu publicó un texto provocador titulado “La opinión pública no existe”. En él, argumentaba que las encuestas no miden una opinión pública real, sino que la fabrican. Obligar a las personas a responder sobre temas que quizás no conocen, formular preguntas cerradas que enmarcan el pensamiento, y presentar los resultados como si reflejaran un consenso colectivo, constituyen lo que Bourdieu llamó una “ficción política útil”. Su tesis, aunque formulada hace más de medio siglo, resuena con fuerza hoy en Chile.
Tomemos el caso de Cadem. Cada lunes, la encuesta ofrece cifras sobre aprobación presidencial, intención de voto, confianza institucional y actitudes frente a la delincuencia, migración o economía. Estos datos son rápidamente utilizados por candidatos, partidos y medios de comunicación para posicionar ideas o deslegitimar adversarios. Pero ¿a quién representan realmente esas cifras? ¿Qué tanto reflejan las complejidades de un país como el nuestro?
Cadem trabaja con muestras que rondan las 700 a 1.000 personas, contactadas por teléfono o internet. Aunque metodológicamente válidas según estándares estadísticos, estas muestras tienden a dejar fuera a sectores importantes de la sociedad: quienes no tienen acceso digital, quienes no contestan encuestas, quienes desconfían del sistema. En un país con brechas estructurales profundas, la voz de quienes están al margen suele ser también la menos escuchada. Y eso se reproduce en los sondeos.
Además, las encuestas presuponen que todas las personas tienen una opinión clara sobre todos los temas, lo cual rara vez es cierto. ¿Qué pasa con quienes están indecisos, desinformados o simplemente no tienen una posición definida? Obligar a elegir entre alternativas cerradas es una forma sutil de violencia simbólica: niega la complejidad y la duda. Como decía Bourdieu, no responder también es una forma válida de expresión política, aunque las encuestas lo borren.
En el contexto presidencial actual, esto adquiere especial relevancia. Las encuestas no solo miden el “clima electoral”; lo moldean. Cuando Cadem publica que un candidato lidera las preferencias, crea un efecto de arrastre. Cuando señala que la mayoría “rechaza” un proyecto, legitima su rechazo político. Así, los resultados de la encuesta no son solo una foto del momento: son parte del escenario, un actor más en la competencia.
Esto no significa que debamos descartar las encuestas. Son herramientas útiles para captar tendencias, pulsos sociales, niveles de conocimiento. Pero no deben tomarse como reflejos fieles de una voluntad nacional homogénea, porque eso es desconocer la diversidad, la desigualdad y las tensiones que atraviesan nuestro país.
Tampoco se trata de acusar a Cadem de manipulación intencionada. El problema no es solo quién hace la encuesta, sino cómo se interpreta y se usa. La responsabilidad es compartida entre medios, analistas y actores políticos. Lo preocupante es que, en un sistema político cada vez más desconectado de la ciudadanía, se use una encuesta semanal como termómetro absoluto de la legitimidad democrática.
El desafío de cara a las elecciones presidenciales es romper con esa ilusión de consenso fabricado. Reconocer que la opinión pública no es una entidad clara, sino un campo de disputa, una pluralidad de voces que rara vez encajan en una tabla Excel. Revalorar los espacios de escucha directa, el debate abierto, la deliberación ciudadana. Y entender que la democracia no se mide solo en porcentajes, sino en la capacidad de representar a los que no son escuchados.
En tiempos donde el fastidio, la apatía y la desconfianza avanzan, reducir la política a un gráfico semanal es un riesgo grave. Chile necesita más conversación y menos interpretación de encuestas. Más calle y menos Excel. Más política real, menos ficción estadística.