
Volví a Chile el año 2022, después de haber vivido más de quince años en Europa. Viví en Lyon, en París, en Bruselas, también pasé 3 meses en Suecia, temporadas de verano con mi hermano y amigos en Barcelona. Mis viajes frecuentes a Italia —Roma, Turín, Sicilia— me mostraron de cerca otras formas de vida: el mercado del barrio, el café en la esquina, el restaurante accesible, la seguridad en el transporte público, la buena comida y el buen vino sin pretensiones. Cuando regresé a Chile, después de tantos años, lo primero que me sorprendió no fue la nostalgia, ni la política, ni siquiera el clima, sino el costo de la vida cotidiana.
Un día en Concepción pedí un cortado. Lo pagué entre $3.000 y $4.000 pesos. Me reí con algo de desconcierto: en París pagaba lo mismo por un café similar, a veces incluso menos. En Roma o Palermo podía tomarlo por menos de tres euros, sentado en una terraza con vista a una plaza histórica. Comprar en un supermercado chileno tampoco es más barato: frutas, pan, vino, quesos, aceite de oliva… Los precios en Chile no están lejos de los europeos. La diferencia, claro, está en los ingresos. Un almuerzo en un restaurante promedio en Santiago o Concepción fácilmente cuesta lo mismo que en París, y muchas veces más que en Roma o Sicilia, donde la cocina popular sigue siendo accesible. En Chile, salir a comer no es solo un lujo ocasional: se ha convertido en una experiencia que muchos deben planear con cuidado, porque el presupuesto no alcanza.
Esta paradoja me ha llevado a hacerme una pregunta incómoda: ¿cómo lo hacen las familias chilenas que viven con el sueldo mínimo, o con menos de un millón de pesos al mes? Según las últimas cifras disponibles, el salario mínimo en Chile es de $529.000 brutos. Y aunque ese número ha aumentado en los últimos años, sigue siendo insuficiente si se le compara con los costos de la vida urbana. La línea de la pobreza y la canasta básica suben cada mes, pero los ingresos no siempre acompañan. En Italia, España o Francia, con un salario mínimo es posible pagar un arriendo modesto, cubrir transporte, alimentación y tener algo de acceso a la vida cultural. No es una vida de lujos, pero es una vida digna. En Chile, incluso trabajando a tiempo completo, muchas personas viven en condiciones precarias, endeudadas o dependiendo de terceros.
Este dilema no es solo chileno, pero en nuestro caso es especialmente contradictorio. La economía crece, la inversión extranjera sigue activa, el comercio está lleno, pero gran parte de la población siente que no avanza. Lo explicó con claridad el economista indio Amartya Sen: el desarrollo no debe medirse solo por el ingreso, sino por la capacidad real de las personas para vivir la vida que valoran. Es decir, el desarrollo es libertad: libertad para elegir, para proyectarse, para vivir sin miedo a fin de mes. Si el sueldo apenas cubre lo básico, no hay libertad. Hay dependencia.
Otro autor que me ayudó a comprender este fenómeno es Angus Deaton, Nobel de Economía en 2015. En sus estudios sobre consumo y bienestar, Deaton muestra cómo la desigualdad no se trata solo de ingresos, sino de acceso a servicios esenciales, calidad de vida y oportunidades futuras. En Chile, el acceso a salud de calidad, a una educación sin deuda, a una jubilación justa, todavía es una promesa. Mientras tanto, la vida cotidiana se vuelve una carrera de obstáculos financieros.
Thomas Piketty, en su extenso trabajo sobre desigualdad, advierte que cuando las brechas entre ingresos y riqueza se vuelven estructurales, la democracia misma entra en riesgo. No se trata solo de economía: se trata de dignidad, de cohesión social, de confianza en el futuro. En Chile, muchas personas ya no creen que el esfuerzo personal sea suficiente para mejorar su situación. Y cuando la esperanza se pierde, la frustración crece.
El concepto de “sueldo vital”, que existió en Chile hace décadas, ha desaparecido del lenguaje político, pero no de la realidad. Un sueldo vital no es solo un mínimo legal: es un ingreso que permite cubrir lo esencial y tener un margen para la vida. No se trata de regalar nada, ni de hacer populismo, sino de construir una economía donde el trabajo sea justamente remunerado. En Europa, existen mecanismos de apoyo, subsidios, transporte eficiente, vivienda social. En Chile, gran parte del gasto lo asume la familia, el bolsillo, la deuda.
Volver después de tantos años me dejó claro que Chile no es un país barato. Es, en muchos aspectos, más caro que Europa. Pero con sueldos bajos, pensiones mínimas y una red de apoyo que no siempre responde. No quiero idealizar lo vivido afuera. Europa también tiene sus problemas. Pero allá, incluso en momentos de crisis, sentí que el Estado estaba más presente, más consciente del peso que representa para una familia el costo de la vida.
Hoy, con los precios de un cortado igual que en París y restaurantes al mismo nivel que Roma, me parece urgente que hablemos en serio sobre qué significa vivir con dignidad en Chile. ¿No ha llegado el momento de discutir, con altura de miras, un sueldo vital para todos?