En Chile no se premia el mérito: yo fui a estudiar, Kaiser fue a pasear

En Chile, pareciera que el mérito es una anécdota, no una virtud. Que el esfuerzo, la formación y la responsabilidad son cualidades decorativas, no requisitos reales para ejercer el poder. Esta no es solo una impresión; es algo que he vivido en carne propia. Mientras yo trabajaba jornadas extenuantes en Francia para financiar mis estudios, Johannes Kaiser paseaba por Europa, cursando ramos que nunca terminó. Hoy él es diputado y quiere ser presidente. Yo, tras formarme en Lyon y en la Sorbona, fui precandidato a la alcaldía de Concepción y luego postulé al Consejo Regional, sin éxito. Pero sigo convencido de que una política seria necesita más que carisma: necesita compromiso, formación y visión.

Esta diferencia entre Kaiser y yo no es anecdótica, es estructural. Pierre Bourdieu, en su análisis del capital cultural, demuestra cómo las clases dominantes no necesitan esforzarse del mismo modo que las clases medias o populares para alcanzar posiciones de poder. Su habitus —la forma en que aprenden a moverse en el mundo— está adaptado para triunfar. No porque sean más capaces, sino porque el sistema legitima su forma de estar. Kaiser encarna ese privilegio: no necesita terminar una carrera para ser diputado. Basta con su apellido, su actitud desafiante y una comunidad digital que valida el sarcasmo como si fuera pensamiento crítico.

Si realmente hubiese aprovechado su paso por Europa para estudiar, eso se reflejaría en su acción legislativa. Pero desde que es diputado, no ha presentado ni un solo proyecto de ley relevante. Su aporte al Congreso ha sido nulo en términos normativos. ¿De qué sirve la visibilidad si no se transforma en acción política concreta?

Pero sería injusto y simplista reducir esta crítica solo a la derecha populista. La centroizquierda también ha caído en esta lógica. En el gobierno de Gabriel Boric lo hemos visto con claridad: muchas veces se eligen amigos y redes de confianza más que personas con formación o experiencia comprobada. En la Región del Biobío, ya hemos vivido al menos dos casos de personas mal preparadas que asumieron cargos de poder regional sin cumplir con los conocimientos ni los méritos necesarios. Es doloroso decirlo desde dentro del mismo mundo político progresista, pero también necesario.

En julio de 2023, estuve en París. Fue un momento simbólico. Al mismo tiempo, el presidente de Chile visitaba mi alma mater: la Sorbona. Asistí con respeto. Le di la mano. Pero no pude dejar de pensar que había una contradicción en ese encuentro: el presidente, que hablaba en uno de los templos del pensamiento europeo, no terminó su carrera universitaria y jamás ha tenido experiencias laborales reales como las que enfrenta la mayoría de los chilenos. Esa carencia —aunque no invalida su legitimidad democrática— marca una distancia concreta con la vida común de millones.

Aun así, y con todas las críticas, Boric merece mi respeto. Tiene ideas progresistas, una visión de país mucho más inclusiva que la de Kaiser, cuya retórica cavernaria no ofrece soluciones, solo frustración. La diferencia entre ambos no es solo académica: es ideológica, ética y cultural. Boric, pese a sus falencias, dialoga con el futuro. Kaiser solo representa una nostalgia autoritaria disfrazada de rebeldía.

Max Weber decía que el político verdadero debía guiarse por una ética de la convicción, pero también —y sobre todo— por una ética de la responsabilidad. Gobernar no es simplemente opinar. No se trata de acumular retuits o visualizaciones, sino de tomar decisiones que afectan a millones de personas, con consecuencias reales. Para eso hay que estudiar, trabajar, equivocarse y aprender.

Norbert Elias, en su teoría del proceso civilizatorio, planteó que la construcción del Estado moderno exige racionalidad, control de las pasiones y profesionalización del poder. La política se convierte en una práctica que exige disciplina, no improvisación. Kaiser representa, justamente, una regresión: la política entendida como performance, como espectáculo, como catarsis emocional. Pero no hay transformación real sin proyecto, sin equipos, sin preparación técnica.

Desde Concepción, propongo un desarrollo urbano moderno, con planificación integral, con servicios públicos que funcionen, con barrios dignos y movilidad justa. Esto no se logra con eslóganes, sino con equipos profesionales, con participación ciudadana, con estudios serios sobre lo que funciona y lo que no. No creo en el caudillo iluminado, creo en el trabajo colectivo con base técnica y visión política.

Kaiser, en cambio, volvió de Alemania sin títulos pero con visibilidad. Fue elegido diputado y hoy quiere ser presidente. Y no le faltan seguidores. El problema no es él: es el sistema que lo premia. Es un país donde la formación vale menos que la farándula, donde se castiga el esfuerzo y se celebra el privilegio adornado de irreverencia.

No escribo esto desde la amargura. Lo escribo porque me niego a creer que esta sea la única forma de hacer política en Chile. Porque creo en otra forma de liderazgo: una que no se basa en la soberbia, sino en la preparación; no en el ruido, sino en los resultados; no en los privilegios heredados, sino en el mérito construido. Aunque hoy no se premie, el mérito sigue siendo el único camino serio para transformar.

Por Juan Pablo Pezo Dalmazzo