
Hace un tiempo le pregunté a unos franceses que viven con sus familias en Concepción, por una misión educativa vinculada al colegio francés de nuestra ciudad, si consideraban que Chile —y en particular Concepción— era un lugar inseguro para criar a sus hijos. Su respuesta fue inmediata: “Caminamos con frecuencia por el centro penquista, incluso de noche, y volvemos a casa a pie. Es una ciudad segura”.
Lo mismo me ha ocurrido al conversar con conductores de Uber en Santiago, muchos de ellos venezolanos o colombianos. Cuando les pregunto si sienten que Chile es inseguro, sonríen con una mezcla de alivio e ironía: “Esto es una taza de leche”, me dijo uno. “Claro que hay robos, pero no es nada comparado con Caracas o Bogotá”.
También le pregunté a un amigo colombiano de Cali si Santiago le parecía más peligroso que su ciudad. Me respondió sin dudar: “Esto no es nada comparado con Cali y las ciudades grandes de Colombia, donde los asesinatos y balaceras son parte del paisaje urbano”.
Estos testimonios no niegan la existencia de delitos ni minimizan los efectos del crimen. Pero sí nos invitan a cuestionar la narrativa dominante, instalada con fuerza en los medios y en la política, que retrata a Chile como un país desbordado por la delincuencia. Una narrativa que moldea emociones, condiciona decisiones y construye una percepción colectiva que muchas veces no se condice con la realidad concreta.
En Chile, el debate sobre la seguridad se ha transformado en un campo donde no se discuten políticas públicas, sino emociones. Más que estrategias de prevención, lo que domina el espacio político y mediático es la producción constante del miedo. Un miedo que no responde necesariamente a la experiencia directa del delito, sino a su representación insistente y descontextualizada. La inseguridad, más que una realidad objetiva, se ha convertido en una realidad construida: una narrativa político-mediática que responde a intereses y no a diagnósticos.
Esta construcción no ocurre de forma espontánea. Requiere repetición, énfasis selectivo y silencios estratégicos. Los noticieros abren con portonazos, homicidios y asaltos violentos, aunque los datos muestran que muchos delitos comunes han disminuido o se mantienen estables. En paralelo, las redes sociales amplifican lo más sensacional, viralizando registros de violencia sin precisar lugar ni fecha. Lo anecdótico se vuelve general. Lo emocional, irrefutable.
Según la última ENUSC, solo un 18% de los hogares fue víctima de delito, pero más del 80% cree que la delincuencia aumentó. ¿Cómo se explica esta brecha? Una parte de la respuesta está en lo que Michel Foucault llamó las tecnologías de la seguridad: no mecanismos que erradiquen el peligro, sino que lo administran, lo normalizan y, en ocasiones, lo producen como necesidad de control. La seguridad moderna no solo protege, también define qué vidas merecen ser protegidas y cuáles pueden ser sacrificadas o vigiladas.
Este marco se refuerza con la política. En vez de abordar las causas estructurales de la delincuencia —desigualdad, exclusión, informalidad, abandono estatal—, los discursos se concentran en el síntoma: el miedo. La extrema derecha chilena ha convertido la inseguridad en su principal capital simbólico, presentándose como la única voz capaz de “poner orden”, mientras descalifica cualquier intento de política preventiva o integral como una muestra de debilidad.
Este patrón es parte de una tendencia global. El sociólogo Zygmunt Bauman, en Miedo líquido, sostiene que vivimos en una sociedad donde el miedo se ha vuelto omnipresente, pero a la vez difuso. Ya no tememos a enemigos concretos, sino a un peligro abstracto que podría estar en cualquier parte: el joven de la esquina, el migrante, el manifestante, el pobre. Ese miedo generalizado erosiona el tejido social y convierte al ciudadano en alguien vulnerable, predispuesto a entregar libertades a cambio de promesas de seguridad.
En Chile, esta lógica ha tenido efectos profundos. Se legisla con urgencia, se aplaude la represión, se naturaliza el Estado de Excepción como medida permanente, especialmente en regiones como el Biobío o La Araucanía. Se pide mano dura sin evaluar resultados, se militariza sin medir consecuencias, se llena de cámaras sin evaluar prevención. El miedo se instala como una doctrina de Estado, y con ello se estrechan los márgenes de lo políticamente debatible.
El antropólogo Didier Fassin ha estudiado cómo las sociedades contemporáneas transforman la seguridad en una herramienta para gestionar desigualdades. En La fuerza del orden, muestra cómo la acción policial se concentra en territorios estigmatizados, reforzando la marginalización en vez de revertirla. Chile reproduce esta lógica: más patrullas en poblaciones pobres, más presencia militar en zonas mapuche, más control en sectores populares… pero sin un correlato de inversión social ni reparación estructural.
La pregunta de fondo es: ¿quién se beneficia de este clima de inseguridad permanente? Claramente, no las comunidades más afectadas por el delito, que siguen desprotegidas. Tampoco el sistema democrático, que se debilita cuando la excepción se vuelve norma. Los beneficiarios son los mismos que siempre han lucrado con el miedo: los partidos que no necesitan convencer, solo atemorizar; los medios que miden su éxito en clics; y las élites que necesitan mantener el orden sin redistribuir el poder.
Combatir la delincuencia es urgente, pero combatir la instrumentalización del miedo también lo es. No podemos seguir aceptando que la seguridad sea una excusa para la represión, la exclusión o la parálisis política. Es tiempo de recuperar una seguridad democrática, con derechos, con justicia, con Estado presente y políticas inteligentes.
Porque si el miedo coloniza toda la conversación pública, ya no hay espacio para pensar el país que queremos: solo el que tememos.
